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La seguridad como derecho social

Paula Miraglia, antropóloga brasileña, analiza la violencia en América Latina y propone un abordaje integral para esa problemática.

por Federico Poore
Debate, 30-03-2012

Desde 1996 trabaja el tema de la seguridad urbana, una inquietud que la llevó de la academia al corazón de las políticas públicas. Hoy es directora general del Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad (CIPC), organización creada por los gobiernos de Francia y Canadá para brindar políticas concretas que promuevan el derecho a la seguridad en distintas partes del mundo. De paso por Buenos Aires, Miraglia recibe a Debate y aporta su mirada sobre el fenómeno de la violencia urbana.

¿Cuál es su visión sobre la problemática de la inseguridad urbana?
Es un tema cada vez más global, que en Latinoamérica presenta características específicas vinculadas a altas tasas de criminalidad y a determinadas formas de violencia. Su versión más contundente es la violencia urbana, frente a la cual los gobiernos han dado respuestas variadas en tipo y calidad. Pero que hablan de la relevancia que el tema fue cobrando en la región.

¿Cree que hasta ahora los gobiernos han brindado respuestas equivocadas a este problema?
Muchos países latinoamericanos tienen un pasado vinculado a la dictadura militar, por lo que la idea de seguridad está asociada a la represión y a la actividad policial. Nosotros imaginamos una idea más cercana a la seguridad como un derecho social. Así como existe un derecho a la educación o a la salud, tenemos que hablar del derecho a estar seguros.

¿Cuál ha sido en este marco el rol de los medios de comunicación?
Los medios influyen sobre la percepción de seguridad e inseguridad, y dependiendo de cómo traten un tema específico pueden alterar la percepción social acerca de la criminalidad. Pero también tienen un rol muy importante en lo que se refiere a la transparencia de los gobiernos y al monitoreo de políticas; en especial, en relación a las estadísticas criminales.

En 2010, un grupo de referentes sociales y políticos nucleados en el Acuerdo por una Seguridad Democrática impulsó la creación de un observatorio sobre violencia y delito. ¿Piensa que este tipo de medidas puede ayudar a generar un mejor diagnóstico?
Sí, es fundamental no sólo por un tema de transparencia sino porque ayuda a formular mejores políticas de seguridad. Algunas veces el miedo es un elemento central de estas políticas, por lo que los gobiernos terminan respondiendo más al miedo que a la realidad. Las estadísticas resultan esenciales para que las políticas estén basadas en información.

De tanto en tanto reaparece en nuestro país el enfrentamiento entre posturas llamadas “garantistas” y otras de “mano dura”, más vinculadas a la idea de tolerancia cero. ¿Qué piensa respecto de esa discusión?
Es un debate bastante presente, aunque creo que los países de Latinoamérica tienen hoy la capacidad de desarrollar sus propias estrategias de prevención. “Tolerancia cero” es un nombre fantástico desde el punto de vista del marketing, pero la criminología demostró que no existe un vínculo claro entre la baja en las tasas de criminalidad en Nueva York y esas políticas. De hecho, tuvo más que ver con cambios en el mercado de drogas o cambios demográficos que con la “tolerancia cero”. Pero a los gobiernos les gusta tener una imagen fuerte como respuesta a la criminalidad.

¿Estas políticas no son efectivas?
Hoy es imposible medir los costos de estas políticas, ya que los recursos no se utilizan en función de los resultados. En Guatemala la mano dura no funcionó, entonces lanzaron la “mano súper dura”… Es un debate que debemos dar. Implica involucrar a distintos actores y segmentos de la sociedad, desde las ONG hasta integrantes del sector privado -no las empresas de seguridad-, que ven en la seguridad un elemento esencial para el desarrollo económico y social de una ciudad.

Usted destaca el lugar ambiguo del urbanismo y de la arquitectura en relación con la seguridad.
En nuestros estudios vemos cómo la distribución de la criminalidad puede diseñar una ciudad, pero tenemos que empezar a ver cómo la distribución de la seguridad puede diseñarla. La seguridad debe ser un instrumento de promoción de igualdades, pero hoy sucede justamente lo contrario: la ciudad no es accesible a todos, hay demasiadas inversiones en seguridad privada, la estigmatización de grupos y barrios enteros…

¿Observó casos positivos?
Hay un caso muy interesante de diseño urbano en Ciudad del Cabo que consistió en el completo rediseño de un barrio vulnerable, Khayelitsha. El distrito se propuso recuperar los espacios públicos y de convivencia con mecanismos de seguridad natural tales como la iluminación, la creación de puntos de referencia para el transporte público y un acuerdo para que distintas personas se agrupen y vuelvan juntas a sus hogares. Río de Janeiro también tiene un ejemplo interesante de movilización de distintas políticas sociales: por un lado está la intervención policial; pero, al mismo tiempo, se da una intervención social.

En la Argentina, los festejos por el Bicentenario se multiplicaron en los barrios. Algunos observadores destacaron lo positivo de esta ocupación del espacio público. ¿Entiende que estas actividades son una forma de “ganarle al miedo”?
Por supuesto, ayuda a tener una idea más real, no basada en estigmas. Recuerdo un barrio en San Pablo clasificado como “el lugar más violento del mundo”. La gente cuando llenaba una ficha de empleo decía que no vivía ahí, la tienda de electrodomésticos más popular no entregaba en ese barrio… Se promovió una completa estigmatización. Hoy el barrio tiene índices de violencia mucho más bajos. Mejoró la investigación policial, pero también se diversificaron los servicios: la tienda que no entregaba hoy tiene un local físico, hay bancos, una iglesia enorme. Fue la transformación de un “barrio vulnerable” en un barrio propiamente dicho, con espíritu de comunidad. Venció la idea de que no había lazos sociales.

¿Qué papel cumplen los jóvenes en este contexto?
Es uno de los grandes temas. Los jóvenes son criminalizados en todo el mundo a pesar de ser las principales víctimas de homicidios. Claro que en algunos casos también son los autores, pero es muy cómodo para los gobiernos reducir toda la violencia que sucede en un país a las pandillas. En Brasil, cada año mueren casi cuarenta mil jóvenes en episodios violentos, y mientras los sigan considerando sujetos activos del crimen van a tener sus oportunidades de estudio y de trabajo completamente limitadas. Estamos hablando de su futuro, de cómo van a vivir su vida. Nosotros trabajamos con organizaciones juveniles que han hecho cosas increíbles. Ellos no sólo tienen que participar de este proceso. Tienen que ser los protagonistas principales.

Por Federico Poore

Magíster en Economía Urbana (UTDT) con especialización en Datos. Fue editor de Política de la revista Debate y editor de Política y Economía del Buenos Aires Herald. Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA), escribe sobre temas urbanos en La Nación, Chequeado y elDiarioAR.

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