El reestreno de Las alas del deseo invita a pensar las mil caras de la capital alemana a partir de su representación cinematográfica.

por Federico Poore
Cenital, 27-09-2024
El miércoles llegó a su fin la última edición del Festival de Cine Alemán, que cada septiembre anima la cartelera porteña. Uno de los platos fuertes de este año fue el reestreno de Las alas del deseo, el clásico inoxidable de Wim Wenders, un evento que nos invita a reflexionar sobre la relación simbiótica entre Berlín y el séptimo arte.
La capital alemana fue escenario de algunas de las películas más recordadas de la historia. En M, el vampiro de Düsseldorf (1931), Fritz Lang representaba el malestar en la república de Weimar, con policías y delincuentes buscando a un asesino de niñas en un contexto caótico que se debatía entre la anarquía y la autoridad. Tras los horrores del nazismo y el final de la Segunda Guerra, Roberto Rossellini retrataba una Berlín bombardeada y destruida en Alemania, año cero (1948). Edmund, su joven protagonista, se veía obligado a crecer de golpe en este exponente del Trümmerfilme o “cine de los escombros”.
Para entonces Berlín ya había sido capturada por las fuerzas aliadas y dividida en cuatro sectores de ocupación controlados por Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y la Unión Soviética. Para sorpresa de nadie, son años de grandes películas de espías –hechas por extranjeros, sobre todo–, como The Man Between (1953) de Carol Reed o El espía que vino del frío (1965) de Martin Ritt. (La historia de cómo los berlineses sobrevivieron a todos estos años está narrada en Berlín: auge y caída de una ciudad, un libro brillante de Sinclair McKay que se editó en español el año pasado.)
Pero desde una mirada urbanística, es particularmente interesante lo que empieza a ocurrir a partir de la década del setenta, donde emerge otro tipo de decadencia.
Espacios liminales
Una mujer poseída (1981), el film más conocido de Andrzej Żuławski, narra la historia de un hombre (Sam Neil) que regresa a Berlín luego de un viaje de negocios y encuentra a su esposa (Isabelle Adjani) valija en mano, dándole a entender que se quiere separar. Él tiene una vida profesional secreta, ella tiene otro tipo de vida secreta. No conviene adelantar más detalles de la trama pero sí el hecho de que la película incluye infidelidades, psicosis, sexo y monstruos (y sexo con monstruos). Żuławski, uno que se tomó muy bien su propio divorcio.
Esta separación tormentosa es, también, la de la propia ciudad: dividida por el Muro, atravesada por paranoias, vigilada por guardias armados. Por aquel entonces el distrito de Kreuzberg, en Berlín Occidental, no era el barrio cool que es hoy, sino un área derruida, destrozada. La protagonista tiene un breakdown físico y mental en la estación del U-Bahn Platz der Luftbrücke, un espacio que no por cotidiano es menos espeluznante.
Esto nos lleva a la otra gran película situada en Berlín estrenada en 1981.
Su llegada a los cines de Alemania Occidental fue un escándalo pero también un éxito comercial. Con 4,6 millones de entradas vendidas, Christiane F. se convirtió en la película más taquillera de ese año. Está basada en el libro de dos periodistas alemanes que investigaron el caso de Christiane Felscherinow, una joven nacida en Hamburgo que tras llegar a la capital alemana en los setenta comenzó a consumir heroína para escapar a una difícil realidad familiar en Gropiusstadt, un barrio de Neukölln lleno de monoblocks.
Su perdición fue la discoteca Sound, un antro repleto de adictos a la heroína, y la estación Zoologischer Garten, que no es otra que la “Zoo Station” del disco de U2 Achtung Baby.
Con banda de sonido de David Bowie (que aparece en el film haciendo de sí mismo), Christiane F. se eleva por encima del drug drama promedio gracias a un astuto uso de su paleta de colores y una mirada cuasi documental a la noche de Berlín. Lejos de los ambientes domésticos sofocantes, buena parte de la acción transcurre en la calle y en el espacio degradado en el que se había convertido la estación, un verdadero lugar de tránsito donde los adictos circulan o deambulan, según si están yendo a consumir o si ya consiguieron sus dosis.
Estos jóvenes rebeldes atraviesan espacios liminales, inquietantemente vacíos, como el Europa-Center en Charlottenburg, un famoso centro comercial del área occidental. Allí irrumpen durante una noche de descontrol y, tras usarlo de refugio para esconderse de la policía, suben a la azotea a contemplar esa tierra de nadie que era la Berlín de los setenta: sus persianas bajas, sus locales cerrados, sus baños públicos destruidos. De fondo, el logo azul fluorescente de Mercedes-Benz.
El film muestra de manera elocuente cómo funcionaba el sector occidental de esta ciudad dividida, que formaba parte de Alemania Occidental sin estar situada en ella. “Rodeada por el bloque socialista durante la Guerra Fría, tenía la atmósfera de un puesto fronterizo en territorio enemigo”, ilustra Andrea Rinke, profesora de la Kingston University de Londres.
Para Rinke, la geografía insular y el estatus político de West Berlin atrajeron a muchos jóvenes de Alemania Occidental que rechazaban los valores dominantes de la República Federal y que militaban estilos de vida alternativos, como los derechos de los homosexuales, los Verdes y los movimientos pacifistas. Fue ese ambiente vanguardista y experimental el que también atrajo a artistas internacionales deseosos de reinventarse, como el propio Bowie.
“Sin embargo, sus promesas y oportunidades eludían a los excluidos y marginados de la sociedad. La topografía de Bahnhof Zoo se asociaba con el submundo de los drogadictos, las prostitutas y los vagabundos, los bajos fondos de ese Berlín occidental, liberal y ostentoso”.
El cielo sobre Berlín
El lunes a la noche y a sala llena Cinépolis Recoleta proyectó Las alas del deseo.
En el film de 1987 de Wim Wenders, dos ángeles sobrevuelan Berlín y escuchan los pensamientos de sus habitantes. Este vehículo narrativo le permite al director atravesar –aunque sea de forma imaginaria– el Muro, aquello que los humanos tenían vedado. Como en la canción de los Enanitos Verdes, el ángel Damiel (Bruno Ganz) “está parado sobre la muralla que divide”.
No es casual que nuestro protagonista frecuente la Staatsbibliothek, la Biblioteca estatal de Berlín. “Se trata de un lugar lleno de voces ininteligibles, en múltiples idiomas, las escritas y las que constituyen el pensamiento de las personas, una concentración de toda la memoria del mundo”, dicen los arquitectos Juan Deltell Pastor y Clara Elena Mejía Vallejo en este texto hermoso.
También visita lugares vacíos o a punto de desaparecer, desde un baldío en el corazón de Kreuzberg, el lujoso Hotel Esplanade o la propia Potsdamer Platz (cuya historia contamos el año pasado). Para Deltell Pastor y Mejía Vallejo, “se trata de vacíos físicos pero no sensoriales, que poseen una inmensa capacidad de evocación al permanecer en ellos los restos de otros tiempos, las trazas de su habitación, permitiendo así al espectador y al habitante berlinés reconstruir su propia narración”.
Damiel se enamora de una trapecista, a la que termina por encontrar en un recital de Nick Cave and the Bad Seeds, otro músico que por aquellos años hizo de Berlín Occidental su lugar en el mundo. Ya lo dijo una usuaria de Letterboxd: “Los ángeles están más que vivos y siempre se los puede encontrar en los conciertos de Nick Cave”.
Elige tu propia aventura
Lola recibe una llamada desesperada de su novio Manni, que acaba de perder cien mil marcos que pertenecen al jefe mafioso para el que trabaja. Ahora tienen 20 minutos para reunir esa cantidad o Manni puede darse por muerto. Esta es la premisa del film de Tom Tykwer Corre, Lola, corre (1998) y señal de que en los noventa, caído el muro, Berlín ya no es más un drama meditativo: es un thriller de acción.
“Si los berlineses de Las alas del deseo sentían que la vida ofrecía muy pocas posibilidades, el Berlín de Tykwer es un lugar donde hay demasiadas, donde una acción fortuita puede desencadenar una cadena catastrófica o feliz de acontecimientos”, afirmaba la reseña de aquel momento en The Guardian.
Destruida la gran barrera urbana que dividía a los berlineses, Lola es “libre” de ir de un lugar a otro, ya sea en Mitte, Friedrichshain, Kreuzberg o Charlottenburg, de este a oeste. No obstante, y parafraseando a Anatole France, su libertad es también la libertad de morirse de hambre. Tanto Lola como Manni están desempleados, por lo que la acción en realidad pasa por cómo ganarse la vida (en sentido real y figurado).
Al ritmo de una banda de sonido tecno compuesta por Johnny Klimek, Reinhold Heil y el propio Tykwer, Lola corre por el Oberbaumbrücke y su frenesí resume el espíritu acelerado de la época. En palabras de Marcos Adrián Pérez Llahí, “corre por su vida porque a nadie le hubiese gustado morir en los noventa y de algún modo había que salir de ese videojuego”.
Epílogo
Berlín, tiempo presente. Undine Wibeau (Paula Beer) trabaja como guía freelance en el Stadtmodelle, un museo sobre desarrollo urbano. Pero cuando su novio la deja, un antiguo mito se apodera de ella.
La premisa de Undine (2020) no se destaca a simple vista. Pero en manos del director Christian Petzold, el autor definitivo del cine alemán contemporáneo, termina por convertirse en el último gran film (hasta ahora) sobre la búsqueda de identidad de la capital alemana.
Undine encuentra un nuevo amor en Christoph (el gran Franz Rogowski), un buzo industrial encargado de tareas peligrosas bajo el agua, que resulta ser una persona dulce y afectuosa. Con él comparte aquellos momentos inocentes e irrepetibles que resultan de ir conociendo a otra persona mientras busca lidiar con su vida y su trabajo. Como la propia Berlín, la de Undine es una historia sobre empezar de nuevo.
De allí el detalle, no menor, de que buena parte de la acción ocurra en Mitte, un área central que tras la caída del Muro quedó repleta de baldíos que desde entonces fueron ocupados por edificios grises y anónimos que componen el trasfondo sobre el cual se desenvuelven los personajes. Undine, tan linda como una nereida, comparte con su pareja su mirada crítica sobre uno de los nuevos símbolos de la ciudad, el Humboldt Forum, un museo con tiendas y venta de productos emplazado sobre un edificio del siglo XVIII. Un supermercado en un castillo.
“Una historia de amor en los años ‘20 en Berlín no es la misma historia de amor hoy en día en Berlín, o que en París, o que en Roma o en Nueva York. En una historia de amor podés hacerte una idea de la época, podés ver las estructuras sociales”, dijo Petzold.
A la destrucción, la división y la reunificación le sigue la pregunta de cómo reinterpretar los símbolos y dialogar con el pasado. Y qué manera más sublime de hacerlo que bajo el disfraz de una buena película de género.