Se terminó la histórica serie de Roger Waters en Buenos Aires, una puesta barroca que puso el acento en la postura ideológica de su creador. Cifras aparte, lo que nos dejó el show de The Wall.
por Federico Poore
Debate, 23-03-2011
Las crónicas periodísticas suelen detenerse en los números: 9 recitales, 420 mil entradas vendidas, un muro de 76 metros de largo por 14 de alto sobre el escenario, el agua a 20 pesos. Además de ilustrar la dimensión que tuvo la serie de shows que Roger Waters brindó este mes en el estadio River Plate, intentan probar por qué no se trató apenas de un espectáculo más.
Un bosquejo rápido indica que existen seis variables que definen al espectáculo comúnmente conocido como “recital de rock”: la performance musical y vocal del artista; la comunión con el público (la idea de un “espectáculo total” con la audiencia); la vitalidad y energía del artista; la puesta en escena y su impacto visual; la acústica -el buen sonido del teatro o estadio-; y, finalmente, la calidad intrínseca del material interpretado.
Los recitales que Waters dio en River -un enorme Imax, un verdadero Broadway de estadios- mostraron su punto fuerte en los tres últimos rubros. Allí la impronta, el énfasis, el núcleo del show. The Wall -el disco que Pink Floyd grabó en 1979 con aportes mínimos pero claves de David Gilmour- es una obra bombástica, excesiva. La versión 2012 de su ejecución en vivo responde a ese perfil. El que buscaba otra cosa (cantar “Blowing in the wind” cual salmo, corear “Hey Jude” junto a sesenta mil almas bienpensantes), perdió. La presentación es una mezcla entre la película Pink Floyd – The Wall (aquel musical que Alan Parker, luego de varias peleas con Waters, definió como “la student movie más cara de la historia”) y aquella recordada presentación en la Berlín reunificada de 1990. Sin embargo, la sorpresa no consistía en saber qué iba a pasar a continuación sino cómo sucedía. Los imbéciles que sacaron sus cámaras VGA en la noche de Núñez para captar las luces del estadio en baja resolución se perdieron aquello que jamás podrán ver en el DVD que comprarán dentro de dos años: estar literalmente inmersos en un espectáculo con fuegos artificiales, luces vigías y aviones que se incrustan en el escenario.
De esto se trata la puesta en escena de The Wall y no importa si uno como espectador ve todo, mucho, poco o una parte. Lo que se activó allí es la particular historia que cada uno mantiene con ese imperfecto disco doble, que excede los aires psicologistas (y a veces obvios) de algunas de sus letras o el videoclip redundante que por momentos es la película protagonizada por Bob Geldof.
¿Qué agregar sobre la música? Desde la semiacústica “Mother” (y sus puntos de contacto con aquella belleza atemporal llamada “Wish You Were Here”) hasta las estremecedoras “In the Flesh?” y “Goodbye Blue Sky”, pasando por “Young Lust” y “Comfortably Numb”, más deudoras del talento de Gilmour, quedó claro que la obligatoriedad de la cita pasaba también por los oídos.
Finalmente, el tema de la figura de Roger Waters. El antibelicismo a secas que profesa el músico de 68 años es coherente con su postura de liberal de izquierda, lectura que uno quizá no elegiría para explicar el mundo. Al menos su intención no es abstractamente humanista sino explícitamente política. Waters hoy es un ícono pop y lo sabe, pero no por eso deja de considerar el espectáculo que integra como parte de la basura de este mundo. Para decirlo en términos noventosos: si Bono es “Heal the World”, aquella melodía progre de Michael Jackson, Waters es el “Here we are now, entertain us” de Nirvana. La imagen es inequívoca: el tipo que hacia el final del show aniquila a su audiencia con una ametralladora.