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DMZ: zona de promesas

Bill Clinton dijo alguna vez que era “el lugar más tenebroso de la Tierra”. La ciudad de Paju, frontera entre Corea del Sur y Corea del Norte, asusta a cualquiera. Ahí no hay retorno y la paz huele a alambre de púas y pólvora a punto de explotar: en cualquier momento todo puede salir mal.

por Federico Poore
Playboy Argentina, julio 2017

PAJU, Corea del Sur – El micro se detiene en lo que parece una casilla de peaje. Se sube un soldado joven con cara seria y la bandera de Corea del Sur en la insignia de su brazo. Dice algo en coreano y ante la duda, aclara en inglés: passports.

El guía que nos acompaña sugiere que tengamos nuestro pasaporte preparado y abierto en la página con foto. David –así se llama– sabe que nos tomó toda la mañana viajar casi cien kilómetros desde Seúl hasta la frontera con Corea del Norte y no quiere que nada salga mal. El soldado comienza a revisar, uno por uno, los papeles de todos los pasajeros. Luego avanza hacia el fondo del micro, adonde estamos nosotros. Le entrego el pasaporte argentino. Lo mira, me mira, me lo devuelve, next. La colega china sentada al lado mío duda un segundo antes de alcanzarle el documento. El recluta (que pesa apenas sesenta kilos, pero que con armas y escudos debe andar por los ochenta) hojea el pasaporte, la mira a ella, mira de vuelta el pasaporte, pasa las páginas. Dice algo en coreano que no alcanzamos a entender, pero se lo nota enojado y la tensión se adivina en el aire. Luego de unos segundos que parecen años, la china se recupera del estado dubitativo y responde las preguntas en perfecto coreano. Entuerto superado, todo en orden. El soldado se baja. Seguimos.

Contrariamente a lo que su nombre indica, la zona desmilitarizada (DMZ, por sus siglas en inglés) es una de las fronteras más militarizadas del planeta. Sus torres de vigilancia, barricadas, alambres de púa y minas antipersonales conforman un ambiente bien distinto al de la Corea más amable que conocemos, hecha de Gangnam Style, máscaras faciales y telenovelas. Los orígenes de la DMZ se remontan a la Guerra de Corea, que enfrentó a occidentales y comunistas a mediados del siglo XX, y al cese del fuego ordenado en 1953, que resultó en la división del país en una traza que acompaña al paralelo 38°. Hoy la zona desmilitarizada ocupa 250 kilómetros de largo por cuatro de ancho y es, en palabras del expresidente norteamericano Bill Clinton, “el lugar más tenebroso de la Tierra”.

Lo tenebroso, claro, no es la presencia de un tanque más o menos, sino la locura que acompaña a este tipo de enfrentamientos y que puede resumirse en una historia. El 18 de agosto de 1976, un grupo de trabajadores surcoreanos, escoltado por tropas de Naciones Unidas, llegó al llamado Puente de No Retorno con órdenes de talar un árbol que le estaba bloqueando la visual a un puesto militar de la ONU. La operación se complicó cuando entraron en escena quince soldados norcoreanos, que reclamaron a los gritos que la acción no se realizara. Ante la negativa, atacaron a todos con machetes, matando a dos soldados. La respuesta no se hizo esperar. Tres días más tarde, un total de 813 hombres, incluyendo fuerzas especiales de Corea del Sur y de los Estados Unidos, regresaron al lugar con el apoyo de helicópteros y bombarderos B-52 y entre todos cortaron el maldito árbol ante la atenta mirada de las tropas enemigas.

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Es, sin embargo, una mañana primaveral y soleada en el mirador Dora, un puesto de observación desde el cual se divisa, a lo lejos, la misteriosa Corea del Norte. Reconvertido en atracción turística, es lo más cerca que estaremos del país gobernado por Kim Jong-un, adonde con restricciones y permisos especiales, ingresan no más de 5000 turistas occidentales por año, casi en su totalidad, a través de China (a la Corea del Sur ingresaron 17 millones de turistas en 2016). ¿Qué se ve desde el mirador? Una sinuosa área divisoria pelada de vegetación que hace las veces de frontera y, al fondo, la ciudad de Gaeseong, la más austral del país comunista. Allí funcionó durante un tiempo un complejo fabril operado conjuntamente entre las dos Coreas (los del sur aportaban el management; los del norte, la fuerza de trabajo) hasta que nuevas provocaciones de Pyonyang terminaron con la suspensión del proyecto. No faltan las disputas sin sentido, típicas de la Guerra Fría. Los surcoreanos instalaron su bandera en un imponente mástil de 98 metros de altura, pero en Corea del Norte no quisieron ser menos y enfrente plantaron la suya sobre un asta de 160 metros. Solo la bandera pesa 270 kilos: es tan pesada que los días de lluvia la tienen que bajar porque, si no, la torre que la sostiene se viene abajo.

Pero hay más. La tranquilidad de la mañana se ve interrumpida por exclamaciones ensordecedoras provenientes del altoparlante del mirador. David nos explica que se trata de propaganda surcoreana. Les están diciendo a los del otro lado de la frontera: “Vengan a este gran país, todo aquí es maravilloso”, cosas así. La guerra de altoparlantes, con uno y otro bando pasando marchas militares a todo volumen, se había cancelado en 2004 y parecía que el asunto ya era cosa del pasado. Pero hace poco volvieron los misiles de Kim Jong-un, y con ellos este show propagandístico de uno y otro bando. Todo está ahí para recordarnos que lo firmado en la década del cincuenta no fue el fin de la guerra sino apenas un cese del fuego.

Desde 1948 hasta 1994, el Líder Supremo de Corea del Norte fue Kim Il-sung, el abuelo de quien hoy es la máxima figura del país. En términos económicos, se podría decir que le tocó gobernar en las buenas: al inicio de su mandato, el PBI per cápita de las dos Coreas era idéntico y la República Popular Democrática de Corea contaba con el apoyo irrestricto de China y de la Unión Soviética. Pero en la década del setenta, el Norte fundió el motor con su modelo de autosuficiencia, que terminó de explotar tras el colapso del comunismo ruso.

Luego de su muerte, el poder pasó a manos de su hijo, Kim Jong-il (a quien muchos en Occidente recuerdan por haber sido parodiado en la película Team America), otro dirigente reñido con los derechos humanos que desarrolló la filosofía Juche, una doctrina estalinista armada a medida de la realidad del país. La dinastía Kim es tan fuerte que uno no puede sino pensar que Jong-il gobernó poco: apenas 17 años. El infarto que sufrió en 2011 terminó con su vida y desde entonces Corea del Norte quedó a merced de uno de los líderes más impredecibles y temidos en Occidente: el joven Kim Jong-un.

En los últimos meses, la tensión generada por su figura (siempre rodeada por mitos y leyendas, alimentadas por la falta de información confiable sobre lo que sucede en su país) escaló hasta límites impensados. Desde Corea del Sur aseguraron que el próximo paso de la bravuconada bélica de Kim es desarrollar un arsenal nuclear de alcance intercontinental. Estados Unidos, un aliado histórico de Seúl, respondió a la supuestas provocaciones enviando un portaaviones a la península. Donald Trump dijo que existe la posibilidad de terminar en un “gran, gran conflicto” con los norcoreanos, que se abrazan a la fuerza militar como carta de negociación. ¿Nuevos tambores de guerra? Difícil sentar a las partes en una mesa de negociación (mejor dicho, difícil que siquiera exista una) cuando los líderes en cuestión son caprichosos, iracundos, antojadizos.

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De vuelta a la casilla, el mirador, la bandera gigante: todo queda en el condado surcoreano de Paju, que recién en 1997 obtuvo estatus de ciudad. Son constantes los intentos del gobierno por lograr que más gente se mude a este lugar. Desde el cambio de siglo, además, se comenzó a explotar el turismo ligado a la DMZ, y hace no mucho se sumó a la lista de atracciones el llamado Túnel Número 3, uno de los pasillos subterráneos que, según los surcoreanos, el Norte cavó décadas atrás con la intención de invadir el país por tierra. Las fotos están prohibidas: los visitantes debemos dejar nuestras pertenencias en un locker y ponernos cascos protectores amarillos antes de caminar, en fila india, por un sendero estrecho que hace una pendiente descendiente. Sumado al techo irregular y bajísimo (un metro cincuenta), el túnel es la peor pesadilla de los claustrofóbicos.

De regreso a la superficie, entramos a algunas de las casas que rodean el paraje, en las que se ofrecen productos típicos de la zona: ginseng, caramelos de uva, porotos de soja cubiertos de chocolate. Los vendedores (o vendedoras: casi todas son mujeres de mediana edad) sonríen y observan amablemente, las manos cruzadas detrás de la espalda. Un hombre de chaleco camuflado y cara curtida ofrece pines de Corea del Norte. No hay edificios, semáforos ni paneles luminosos: todo es modesto y rural, como si la amenaza de extinción tornara inútil todo intento de ir más allá de lo estrictamente funcional. La excepción es una mansión rosa que se alza entre las colinas y los campos de arroz. ¿Su dueño? La primera persona que se mudó a esta zona de Paju. El colono, el pionero. El primer coreano con huevos que un día agarró sus cosas y se vino a vivir a la frontera más caliente del mundo.

El sol sigue arriba en el cielo despejado. Un contingente de turistas norteamericanos y australianos hace fila para regresar al micro que los llevará de vuelta a Seúl. Absortos en sus folletos informativos o revisando sus cuentas de Instagram, no parecen registrar que en algún lugar de esta península del tamaño de la provincia de Chubut hay un millón ochocientos mil soldados esperando una orden de ataque. La tensa calma promete, por lo pronto, una temporada más de venta de souvenirs.

Por Federico Poore

Magíster en Economía Urbana (UTDT) con especialización en Datos. Fue editor de Política de la revista Debate y editor de Política y Economía del Buenos Aires Herald. Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA), escribe sobre temas urbanos en La Nación, Chequeado y elDiarioAR.

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