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Seúl: todo está muy rápido acá

Corea del Sur llegó tarde al capitalismo pero lo abrazó con pasión. En Seúl se mezclan las fábricas de K-pop con la sobreoferta de productos de belleza.

por Federico Poore
La Agenda, 04-07-2017

SEÚL, Corea del Sur – La chica de ojos rasgados se abraza a la foto de su ídolo musical. Coreana y bajita, celular Samsung en mano, es la última de una fila interminable de fans que da vuelta a toda la tienda. Estamos en el tercer piso de SM Town, un “centro de entretenimiento” dedicado al K-pop que se alza en la misma calle que el monumento al «Gangnam Style” en Seúl.

Pausa. Tiempo fuera. ¿Monumento al “Gangnam Style”? Si en el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire”, ¿por qué a alguien se le ocurriría inmortalizar algo tan efímero como el baile del caballo de Psy? ¿Se puede homenajear en bronce al “primer video en la historia en recibir mil millones de visitas en YouTube”? Primera lección a extraer de Gangnam, el barrio de moda al sur del río Han: todo vale.

De vuelta a la fila. Una empleada, apenas más adulta que el promedio de clientes que atiborran el local, anuncia megáfono en mano que por la tarde estará firmando autógrafos el integrante de una boy band local. Hay aplausos de aprobación entre la concurrencia, algún gritito emocionado. El cálculo a ojímetro indica mayoría de chicas, pero también un número nada despreciable de muchachos, que pronto se llevarán a casa un recuerdo de su paso por el templo laico del pop coreano: el pochoclo oficial de BTS o la barra de cereal de Super Junior.

Los seis pisos de SM Town incluyen un teatro, una cafetería y un puñado de locales especializados (aquí, la venta de remeras; allá, la venta de pósters; en todos lados, la venta) donde el consumidor adolescente podrá reafirmar su sentido de pertenencia por la nada módica suma de 18.000, 23.000 o 45.000 won según el caso (1.000 won son poco menos de un dólar).
Al edificio lo administra SM Entertainment, una poderosa fábrica de producción de contenidos liderada por un hombre llamado Lee Soo-man. En 1996, este manager de bandas quedó fascinado con el impacto que causaron los Backstreet Boys en su paso por Seúl y decidió que iba a armar su propio centro de manufactura de grupos de pop coreano. Según cuenta John Seabrook en La fábrica de canciones: cómo se hacen los hits, Lee Soo-man llevó al estrellato a innumerables bandas jóvenes y, en el camino, publicó una biblia del marketing que explica en detalle cómo se crea un grupo pop exitoso, desde qué progresiones de acordes utilizar en cada país hasta el color exacto de sombra de ojos que un artista debe llevar según si está en China, Malasia o Japón. Atrás quedaron los tiempos en los que la mercadotecnia en la música popular estaba puesta al servicio de una pretendida espontaneidad. No podríamos decir si esto es mejor o peor. Por lo pronto, es más transparente: a esta fábrica sin chimeneas la conducen managers y al final del día lo que quedan son productos.

Los seis niveles del SM Town de Gangnam no son nada si los comparamos con otro edificio vecino, la Lotte World Tower. Inaugurada hace apenas dos meses, esta megatorre es el edificio más alto de Corea. Tiene 123 pisos (trece más que las Torres Gemelas) y un pico tipo Torre de Saurón que le da un aire siniestro. Lotte es uno de los chaebols o conglomerados coreanos más conocidos del país y, como tantas otras empresas en su tipo, tiene presencia en muchísimos sectores de la economía. Samsung, Hyundai o LG son también ejemplos de estos imperios familiares que crecieron al amparo del Estado y que hoy controlan buena parte de la producción en la península. En palabras de Park Jesong, investigador del Korean Labor Institute: “En Corea del Sur vos nacés en una maternidad que pertenece a un chaebol, vas a una escuela chaebol, recibís un sueldo chaebol -porque casi todas las pymes dependen de ellos- y hasta tu ocio será gestionado por un chaebol”.

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Todo pasa demasiado rápido. Hacia mediados del siglo pasado –luego de haber sufrido la ocupación japonesa y una sangrienta guerra civil– Corea del Sur era una zona pobre, reventada. Pero en las décadas siguientes, el país al sur del paralelo 38° se industrializó en tiempo récord a pura sangre, sudor y lágrimas y para mediados de los ‘90 ya había sacado carnet de miembro en la OCDE, el club de los países desarrollados.

En ese lapso, la capital, Seúl, se convirtió en una megápolis con todas las de la ley. No por nada una de las frases más escuchadas en distritos como Dongdaemun o Insadong es “pali pali” (rápido, rápido). Obtener un título, conseguir un buen trabajo, mantener a los padres cuando envejezcan: para un coreano, los mandatos sociales pesan como en casi ningún otro lado. Uno de ellos es la cosmética.

En Corea todos están obsesionados por la belleza. Todos. En las calles de Myeongdong, las vendedoras atacan al transeúnte con las últimas ofertas de máscaras faciales: lleve dos pague una, lleve seis pague cinco, lleve once pague diez. (Sus carteles fluorescentes se superponen con gigantografías del Papa Francisco y puestos callejeros de venta de medias de Hello Kitty: el kitsch modelo siglo XXI.) En la zona de compras de Dongdaemun, la sobreoferta de esencias, cremas de ojos, exfoliantes y limpiadores es un atentado al bolsillo. La compra, siempre al por mayor, termina en bolsitas con nombres de marcas en inglés aspiracional –mi favorita es la del shopping Good Morning City–, típico de los países que entraron al capitalismo a los 43 minutos del segundo tiempo.

Hay más. En marzo de este año, las jóvenes integrantes de un grupo de K-pop llamado Six Bombs lanzaron “Getting Pretty After”, un video mostrando el antes y después de sus cirugías estéticas. En 2006, el reconocido director coreano Kim Ki-duk estrenó El tiempo, sobre una chica que se opera al mango para gustarle a su novio. Ejemplos sobran.
Los hombres no se quedan atrás. Que un joven de estos pagos se compre cremas no es raro ni de metrosexual: los coreanos son considerados los hombres más lindos de Asia y es posible que se sientan en la obligación de mantener la punta del campeonato. A los que tenemos la piel más como la de Danny Trejo, toda esta situación nos pone un poco incómodos.

Un viaje corto en la línea ocre del subte de Seúl nos lleva a Digital Media City, un complejo hi-tech de 570 mil metros cuadrados plagado de edificios vidriados y espejados. Ubicado a siete kilómetros del centro, es un cluster audiovisual donde se alzan las oficinas de los principales conglomerados de medios y entretenimiento del país, una movida típica de la era post-industrial que ya ensayaron ciudades como Barcelona, Berlín y Helsinki.
Es sábado al mediodía y casi no hay empleados, lo que nos deja prácticamente solos en la explanada entre rascacielos. Mientras caminamos entre esculturas posmodernas (que de noche se iluminan con luces de led), pasamos frente a un Burger King, galerías de arte, un Domino’s Pizza, el Korean Film Archive, un 7-Eleven. De regreso al centro histórico, el mapa indica que estamos cerca de las torres uno y dos de Daewoo Trump World, los condominios marca Trump que el ahora presidente norteamericano vino a promocionar en 1999.
El capitalismo es como el blanco: combina con todo.

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A Kim, nuestra guía, le gusta que la llamen por el apellido. Tiene 32 años, pelo corto castaño y ojos chiquitos, y no está casada ni tiene novio. Para ella, la incomodidad de la situación es evidente.

“Siendo mujer, a esta edad ya sos vieja”, me cuenta en perfecto inglés mientras se sirve café en un hotel en Muju, ciudad turística ubicada dentro del Parque Nacional Deogyusan, a unos 180 kilómetros de la capital. “Ya hay quienes me dicen que me debería contratar servicios de matchmaking”.
Al sur de la península coreana, el tema no se aborda simplemente con sitios clásicos de búsqueda de pareja. La empresa Duo, por ejemplo, se enorgullece en conseguir 17 mil uniones por mes usando algoritmos que estudian cuestiones como la ocupación, el ingreso anual y el tipo de auto de los pretendientes. Como un Tinder con Veraz, se propone armar parejas apoyándose en las reglas de la gestión de riesgos financieros.

No todos están de acuerdo, en especial entre los millennials. “En Corea todo es: estudiá rápido, conseguí trabajo rápido, casate rápido. Y no todos queremos hacer eso”, me dice una coreana de 24 años que hace unos meses vive y trabaja en Argentina. Es una respuesta cada vez más común al mandato de sus padres y abuelos, que en medio siglo convirtieron un país pobre del tamaño de Catamarca en el quinto exportador mundial (con la ayuda del gobierno autoritario pero industrialista del militar Park Geun-hye) y que ahora esperan que las próximas generaciones imiten su sacrificio.

Lo cierto es que a varios coreanos jóvenes, sobre todo los que alguna vez viajaron, no les atrae –por no decir que les asusta– la idea de pasar sus años mozos trabajando 12 horas por día en un chaebol o en una multinacional. Ellos prefieren divertirse, conocer el mundo, bajarse un par de botellitas de soju en un norebang (la versión coreana del karaoke) o ir con sus parejas a poner candados del amor en las rejas de la Torre Namsan. Nada más alejado del “vive rápido y deja un bonito cadáver”, el mandato de época que baja desde las luces de neón de Seúl.

Por Federico Poore

Magíster en Economía Urbana (UTDT) con especialización en Datos. Fue editor de Política de la revista Debate y editor de Política y Economía del Buenos Aires Herald. Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA), escribe sobre temas urbanos en La Nación, Chequeado y elDiarioAR.

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