De Buenos Aires a Casablanca, el espacio urbano ha sido imaginado de mil maneras. Las películas son un mapa mental de la ciudad –fuente de mitos, aspiraciones y pesadillas– y nos ayudan a imaginar la idea que tenemos de ella.
por Federico Poore
Cenital, 19-05-2023
Nacieron y crecieron juntos a lo largo del siglo XX. El cine y la ciudad moderna, el arte popular más grande y la forma de organización social más importante, tienen muchas cosas en común: ambos son inventos relativamente recientes, ambos experimentaron un crecimiento acelerado, y a ambos los dieron por muertos más de una vez.
Desde un principio, la relación entre ellos fue inseparable. Las películas nos ayudan a imaginar las ciudades y a veces sus imágenes son más reales que las ciudades mismas.
“Ciudades enteras han sido definidas por sus representaciones cinematográficas; para el espectador casual, Viena es un contrabandista corriendo por un laberinto de alcantarillas iluminadas con antorchas o a la luz de la luna, Tokio es una panorámica con luces de aviones, cruces peatonales y rascacielos tomada desde el hotel Park Hyatt, y Casablanca es un aeropuerto cargado de niebla o un club de jazz frecuentado por militares, a la vez reaccionarios y ambiguamente resistentes”, explica el escritor irlandés Darran Anderson.
En su formidable libro Imaginary Cities, Anderson recuerda que cuando John Carpenter se propuso filmar Escape from New York -película de 1981 que narra la conversión de la metrópolis en una enorme prisión sin ley- encontró la locación perfecta en las calles y fábricas del este de St. Louis. La ciudad había sido abandonada a su suerte por la industria y por las autoridades, que sin embargo se sintieron encantadas de ayudar apagando las luces de la ciudad para acentuar el ambiente desesperanzado que ya habían creado.
¿Qué es real y qué es ficción en Robocop, esa brillante sátira de Paul Verhoeven situada en una Detroit reventada, escrita 23 años antes de que la ciudad más poblada de Michigan se declarara en bancarrota? ¿La Londres de Children of Men, con inmigrantes ilegales en jaulas y millonarios habitando elegantes complejos de seguridad, es una imagen pesimista del futuro o el presente apenas exagerado?
La ciudad como personaje
“La ciudad es una presencia viva… casi un personaje más”.
La frase es de Bruno Stagnaro, director de la nueva adaptación de El Eternauta que se está rodando por estas semanas. La historieta de Oesterheld y Solano López dejó imágenes imborrables de la autopista General Paz, la cancha de River y las barrancas de Belgrano. ¿Cómo las imaginará el director de Okupas? La nevada tóxica en Buenos Aires, ¿se inspirará en los trazos del cómic o en las imágenes del 9 de julio de 2007, día en el que efectivamente nevó en la capital? Interesante fenómeno de retroalimentación: la ficción imita a la realidad, que a su vez imita a la ficción.
La potencia de las imágenes post-apocalípticas radica en el hecho de que generan en los espectadores un efecto de extrañamiento.
Invasión, de Hugo Santiago -la segunda mejor película argentina de la historia según la más reciente encuesta de cine argentino– narra la historia de Aquilea, una ciudad “sitiada por invasores poderosos y defendida -no se sabe por qué- por un grupo de civiles”, definición de Jorge Luis Borges, uno de sus guionistas.
“Su plano, varias veces mostrado, es una estilización del contorno de Buenos Aires”, escribió Edgardo Cozarinsky a poco de su estreno en 1969. Los mapas la emulan y las imágenes de explanadas y embarcaderos, áreas bajas y rascacielos remiten al paisaje porteño, pero la disposición de los elementos y algunas omisiones sugieren un universo completamente nuevo. “La ciudad que el film explora es como una taquigrafía de signos más complejos, ausentes, pero al mismo tiempo suscrita en quienes conocen Buenos Aires un doble asombro de reconocimiento y extrañeza”. Es y no es, usted me entiende.
Sobre esto discutimos café de por medio con Adrián Pérez Llahí, profesor adjunto de Historia de los Medios de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa).
Adrián está haciendo su doctorado sobre el tratamiento del espacio urbano en el cine argentino de la década del sesenta y hasta ahora encontró en las películas de la época tres espacios bien definidos: el centro, el barrio y las afueras.
“Las luces del centro son sinónimo de perdición, el lugar donde se juega la moral del protagonista. El barrio son las casas baratas de Liniers o Barracas. Y las afueras no son el conurbano que hoy vemos en el cine de Raúl Perrone sino un lugar alejado de la ciudad, representado en la casa aislada o la mansión patricia”, enumera.
El cine fue también testigo del crecimiento de la mancha urbana. Al principio de El Jefe, recordado film de Fernando Ayala de 1958, el personaje interpretado por Alberto de Mendoza lidera un grupo de criminales que se hace pasar por martilleros y monta un falso loteo de tierras. Prisioneros de una noche, película con Alfredo Alcón rodada cuatro años más tarde, parte de la misma premisa: un remate de terrenos en las afueras.
Este conflicto en torno al espacio urbano, un bien finito cuyos límites son las leyes y reglamentos, se traslada también a la propia ciudad, donde se consolida el fenómeno de la propiedad horizontal. “El problema no es que se destruye sino que se construye, que se hacen edificios donde antes no había”, dice Adrián. “Esto genera un problema económico y un problema de convivencia, resumido en la figura de la medianera”.
Para este investigador, el de los sesenta no es el primer cine argentino que muestra a la ciudad, pero sí el primero en abordar temáticas nuevas como la vida en las periferias, la densificación del núcleo urbano y hasta el rol de los hoteles alojamiento en el marco de una batalla por la intimidad. “Al salir a filmar, ya no en estudios sino en locaciones reales, es imposible no tener que enfrentarse a los problemas materiales de administración del espacio”, concluye.
La ciudad como laboratorio
Hablando de locaciones reales, habrán notado que los drones volvieron a poner de moda a las tomas aéreas, las cuales habían acompañado al cine de ficción desde sus orígenes.
Para Teresa Castro, profesora de estudios cinematográficos en la Universidad Sorbonne Nouvelle, esto fue así ya que las vistas aéreas no solo retrataron y describieron los grandes centros urbanos sino que también contribuyeron a otorgarles una dimensión espectacular.
Desde el aire, un campo o una chacra no tienen nada de sorprendente. Pero una ciudad… una ciudad es otra cosa. Cuenta el director austríaco Fritz Lang que uno de sus grandes clásicos nació a partir de su fascinación con los rascacielos de Nueva York: “Miré hacia las calles -las luces deslumbrantes y los edificios elevados- y allí concebí Metrópolis”. Una estética de la mirada panorámica vinculada al amor por el vértigo y las alturas, la misma que unos años más tarde ayudó a King Kong a convertir al Empire State en un ícono cultural.
En paralelo emerge un factor más racional-científico, vinculado a los adelantos tecnológicos de la Gran Guerra: “La fotografía aérea se convirtió en un medio oficial de representación catastral, seduciendo a arquitectos, urbanistas y geógrafos como una forma de leer y comprender la escala y el tamaño de las metrópolis modernas”, sostiene Castro. Este rol se modificó tras la Segunda Guerra Mundial. Las imágenes aéreas siguieron transmitiendo distancia y belleza, “pero al mismo tiempo recordaban el nuevo estatus del medio urbano como blanco militar, al tiempo que se volvían más íntimamente ligadas a la planificación y el control social”.
Algo parecido ocurrió con los mapas de las ciudades. En Le mani sulla città (1963), brillante película de Francesco Rosi, el mapa y la maqueta son dispositivos de poder. La película narra los intentos de un tal Nottola, despiadado promotor inmobiliario y concejal electo de Nápoles, por impulsar el desarrollo urbano de una serie de terrenos en las afueras de la ciudad.
El hecho de que la región napolitana, con sus inestables condiciones geológicas, no sea un sitio ideal para sus planes poco le importa a Nottola, que avanza con su proyecto mientras se blinda frente a las críticas de los políticos y la prensa. Un intertítulo aclara: “Los personajes y hechos que aquí se narran son ficticios, pero la realidad social y del entorno que los produce es auténtica”.
Casi al mismo tiempo pero del otro lado del océano se cocinaba una brutal transformación urbanística, encarnada en la figura de Robert Moses, el planificador urbano responsable por el sistema de autopistas que destruyó barrios enteros de Brooklyn o el Bronx.
En Motherless Brooklyn, película dirigida y protagonizada por Edward Norton, Moses es interpretado en modo villano por Alec Baldwin. En su despacho en Randall ‘s Island, Moses/Baldwin aparece delante de un mapa gigantesco de Nueva York. Allí, con un lápiz, el planificador solía hacer “grandes gestos de barrido sobre el mapa, o pinchazos agudos y precisos hacia él mientras imaginaba las posibilidades”, nos cuenta el periodista Robert Caro, autor de una monumental biografía sobre este personaje que hizo y deshizo la ciudad a su antojo.
La ciudad como decorado
En el barrio londinense de Notting Hill, la parada obligada para amantes del cine es la puerta de entrada de la casa de Hugh Grant en la película del mismo nombre. Aquellos que visitan Edimburgo pueden hacer uno de los tantos tours de Harry Potter. La lista sigue: hay una presencia fantasmal de Harry Lime en Viena o de Amélie en Montmartre. “Dado que las propias estrellas están muertas o son inalcanzables, las locations deben ser la segunda mejor opción”, dicen François Penz y Richard Koeck en un libro sobre la relación entre el séptimo arte y la geografía.
Pero el aura inasible de estos personajes no puede sino decepcionar a los turistas modernos y otros coleccionistas de experiencias. Sin la química de Jessie y Céline (la pareja de Antes del amanecer), la Westbahnhof de Viena no es el inicio de una aventura romántica sino apenas una estación de trenes en Austria; sin el mundo de la Guerra Fría (retratado en películas de espías como The Man Between), Checkpoint Charlie es poco más que una cabina de peaje donde venden pedazos falsos del Muro de Berlín.
Uno de los tantos poderes del cine consiste en darle a la ciudad un rol único e irrepetible. Lo que nuestras cuentas de Instagram parecen no entender es que es imposible reeditar esos momentos en una porción turistificada del espacio urbano.