Cómo es la movilidad en la nueva normalidad y por qué viajamos tan mal en AMBA. Mitos y verdades sobre el transporte urbano, sumado a algunas recetas antipáticas pero necesarias.
por Federico Poore
Cenital, 02-06-2023
Para aquellos que buscamos llevar los temas urbanos a un público más amplio, la movilidad es un gran desafío porque algunas de las políticas recomendadas para abordarla son contraintuitivas y poco simpáticas. Comencemos, entonces, por el diagnóstico.
Creo que todos podemos coincidir en que moverse en el área metropolitana de Buenos Aires es un dolor de cabeza. Embotellamientos, demoras, accidentes y mal humor forman parte de un combo explosivo que sufrimos a diario y que se traduce en pérdidas económicas, pero sobre todo en una reducción de nuestra calidad de vida.
En Twitter Argentina, cruce de dos universos proclives a la hipérbole, se enfrentan miradas opuestas sobre la situación del transporte en Buenos Aires. Una dice que se viaja bastante bien y que somos la envidia de los extranjeros que nos visitan, versión difundida por gobiernos locales y algún influencer más o menos orgánico. La otra asegura que nunca se viajó tan mal, que somos la vergüenza del hemisferio y que si construimos las líneas F, G e I de subte esto se soluciona en un abrir y cerrar de ojos.
La realidad, sencilla y prosaica como suele ser, muestra que somos una ciudad mitad de tabla. Este año, la capital argentina quedó en el puesto 30 (de 60 ciudades) en el ranking de transporte público de la Universidad de California, Berkeley, un índice que pondera métricas como accesibilidad, asequibilidad y extensión de la red. No somos gente fina, tampoco lo peor.
Sin embargo, algo nos dice que bien entrado el siglo XXI una metrópolis como la nuestra está para mucho más. Sobre todo porque el consenso entre especialistas es que tenemos que desalentar el manejo y mejorar el transporte público, y Buenos Aires está lejos de cualquiera de las dos cosas.
La nueva anormalidad
Antes de la irrupción del Covid-19, los colectivos del área metropolitana transportaban 8,35 millones de pasajeros por día. Los trenes sumaban otro millón y medio de pasajeros y el subte un millón más. Mientras tanto, en los hogares del AMBA había 2 millones de autos, 326 mil camionetas y 271 mil motos.
¿Es mucho, es poco? Depende de los patrones de viajes típicos, pero una cosa es segura: en lo que va del siglo XXI ya se venía dando un fuerte aumento del parque automotor. Solo en la Ciudad de Buenos Aires, entre 2005 y 2018 se pasó de menos de 400 mil autos a más de 500 mil, todo esto en un distrito que prácticamente no vio aumentar su población durante el período. En esos 13 años, según datos provistos a Cenital por el Observatorio de Movilidad y Seguridad Vial del Gobierno de la Ciudad, el porcentaje de hogares con al menos un vehículo automotor pasó del 35,5% al 44,3%.
Otro dato que me gustaría que retengan: hacia 2018, casi el 52% de la población de CABA que vivía en hogares con vehículo propio viajaba el transporte público al menos una vez por semana. De hecho, el uso de medios masivos de transporte era relativamente parejo entre los diferentes quintiles de ingreso. En otras palabras, los sectores medios-altos también viajaban en subte, tren o colectivo.
Luego vino la pandemia.
Los viajes -todos los viajes- se desplomaron. Quedate en casa. Hacinados, cansados, con olor a lavandina, haciendo masa madre. Este coma inducido en la economía generó un parate en la producción industrial y en la provisión de servicios. Las autoridades buscaron limitar los viajes a los mínimos esenciales, aunque no todos tuvimos la posibilidad de trabajar de manera remota.
¿Qué pasó con el transporte? En mi tesis de maestría intenté una modesta aproximación al fenómeno: le pregunté a 2.500 personas que viven y trabajan en CABA cómo era su relación con el home office en noviembre de 2020. ¿Habían logrado trabajar todos los días desde su casa o seguían yendo de manera presencial a sus empleos? A estos últimos les pregunté cómo iban hasta allá.
El dato duro: observé un fuerte cambio en la distribución modal entre aquellos que continuaban asistiendo a sus trabajos. Hubo muchos menos viajes en colectivo, subte y tren (como mostraban las transacciones de la tarjeta SUBE) y más viajes a pie y en bicicleta -a priori positivos, movilidad activa-, pero apareció otra cifra preocupante: los viajes en automóvil particular se habían duplicado.
El fenómeno era acaso esperable -corría 2020, entre el ASPO y el DISPO- pero ya entonces sobrevolaba la pregunta por el día después, sobre todo porque en muchas empresas empezaban a imponerse esquemas híbridos que prometían modificar los desplazamientos cotidianos, los horarios pico y valle y hasta los atractores de viajes (los lugares o áreas que concentran actividades no residenciales que atraen a las personas). Todo esto nos hace suponer que en estos años cambió el peso de los diferentes modos de transporte en el total de viajes.
El transporte público de pasajeros, el modo natural de desplazarse para la enorme mayoría de quienes habitamos el área metropolitana, se desnaturalizó. De pronto aparecía como un vector de contagios -por más que temprano en la pandemia ya había estudios que indicaban que esto no era así– o un lugar peligroso (porque menos personas lo tomaban). Por ahí tu empleador cerraba un acuerdo con una empresa de radiotaxis o de combis para llevarte hasta el centro. Quizás una tarde saliste del laburo, lloviznaba, te dio paja y dijiste “ya fue, me vuelvo en taxi” o buceaste entre tres apps tipo Cabify a ver cuál te cobraba menos por llevarte de vuelta. En resumen: la pandemia iba cediendo pero uno, por algún motivo, seguía abrazado a los modos menos sustentables. (Tampoco ayuda que el transporte público se haya vuelto menos previsible. Los trabajadores del subte llevan semanas de paros rotativos en demanda por mejores condiciones de trabajo; las obras de ingreso de trenes a Retiro que iban a estar listas para abril ahora se corrieron a junio; y hace cinco meses que el San Martín tiene cronograma de domingos y feriados por falta de material rodante).
Los datos parciales que componen la radiografía actual, la nueva normalidad, confirman estas preocupaciones. Hoy hay 10% menos de pasajeros de subte que en 2019 y 38% menos de pasajeros de tren, mientras que el tránsito vehicular por Acceso Norte y Acceso Oeste aumentó un 20% solo en los últimos cuatro años.
“Los esquemas de trabajo de muchas empresas cambiaron con la pandemia, se trabaja menos días en las oficinas o en los lugares físicos y más de manera remota, entonces la gente viaja en su vehículo propio”, arriesgó Gustavo Brambati, subgerente de Seguridad Vial de Cesvi, un centro de investigación conformado por ocho compañías de seguros. “Quizás antes de la pandemia tener que ir todos los días al trabajo implicaba un gasto más grande y por eso la gente se volcaba más al transporte público”, arriesga.
Esto es insostenible por dos motivos. El primero, económico: los esquemas de transporte masivos precisan un cierto flujo de pasajeros (y un cierto nivel de tarifa, tema para otro debate) para sostener sus costos operativos. El segundo, vinculado a las dinámicas básicas de los sistemas de transporte y al cambio de coordenadas espacio-tiempo de objetos. En criollo: así no entramos todos.
Pull sin push no funciona
Esto nos lleva a la parte poco simpática de las propuestas de política pública.
Si el objetivo es lograr un transporte eficiente, seguro, accesible y amigable con el medio ambiente, el camino es claro: desalentar los modos contaminantes y alentar los eficientes.
“Primero mejoren el transporte público”, gritará alguno mientras toca la bocina de su Volkswagen Gol, en una invitación a volver a discutir el dilema del huevo o la gallina. Pero es un falso dilema.
Supongamos por un segundo que el transporte público mejora, se amplía y se vuelve asequible. Es lo que viene intentando Alemania, que el año pasado -en un contexto de restricciones energéticas vinculadas a la guerra en Ucrania- lanzó un plan piloto mediante el cual ofreció un ticket mensual de transporte por apenas 9 euros.
El transporte público alemán es ya de por sí muy bueno, al menos según estándares internacionales, con lo cual uno podría suponer que una medida como esta iba a generar un pasaje masivo a modos menos contaminantes. Error.
Si bien las cifras iniciales mostraron un aumento en los niveles de movilidad, los investigadores no se lo adjudicaron a un efecto de desplazamiento: en otras palabras, los viajes que se hicieron en transporte masivo no reemplazaron el uso del automóvil (otro estudio, específico para la ciudad de Berlín, llegó a conclusiones similares). Más aún: los especialistas encontraron que una cuarta parte de los viajes realizados en transporte público durante los primeros meses ni se hubieran hecho sin este pase super barato. Se trató, pues, de viajes adicionales y no sustitutivos del auto.
Philipp Kosok, experto en transporte del think tank Agora Verkehrswende, fue más allá: su argumento es que, al generar más tráfico en lugar de desplazarlo, el pase de 9 euros tuvo un impacto climático negativo.
Ahora Alemania extendió este programa con un ticket que por 49 euros ofrece un mes de viajes en todos los autobuses urbanos, tranvías y trenes del país… pero al mismo tiempo sigue sin tener límite genérico de velocidad en varios tramos de las Autobahnen y hasta dio marcha atrás con medidas como la peatonalización de la Friedrichstrasse, una popular calle comercial del centro de Berlín.
“La cultura del auto está tan arraigada en Alemania que su nivel de medidas frente al cambio climático ha quedado rezagado con respecto a los estándares internacionales”, explica una nota de Bloomberg publicada la semana pasada. “Mientras otros países se centran en reducir el número de lugares de estacionamiento en las ciudades para desincentivar el uso del coche, el partido liberal FDP sugirió recientemente introducir permisos de estacionamiento gratuitos de 10 minutos, para volver más atractivo el ingreso al centro con el auto para hacer trámites o mandados”.
No es mi intención meterme en el acalorado debate en torno a los lugares de estacionamiento en las ciudades. Solo digamos que ofrecer más espacios públicos para estacionar de manera gratuita -como hizo recientemente el gobierno porteño- genera exceso de demanda e ineficiencias de congestión. Cualquier buena política urbana del siglo XXI, de la centroizquierda a la centroderecha, acepta como buena práctica económica hacerle pagar al usuario del automóvil privado algunas de las externalidades causadas por su uso, como los altos niveles de congestión, la contaminación sonora y el consumo energético.
Volvamos a nuestro automovilista imaginario. A la afirmación “Vos arrancá por mejorar el transporte público y yo te sigo” debemos responder “No me vas a seguir salvo que penalice ese modo”.
Este conjunto de políticas que buscan desalentar los modos contaminantes y alentar los eficientes tiene un nombre: pull (tirar) y push (empujar). La evidencia muestra que hace falta atraer usuarios al transporte masivo de pasajeros, sí, pero que también hay que desalentar los viajes innecesarios en vehículos particulares.
Esto último incluye mecanismos de precios -parquímetros y cargos por congestión-, temas no tan fáciles de vender a los políticos que deben implementarlos. “Es muy difícil superar el instinto de que el estacionamiento debe estar disponible cuando yo lo quiera, donde yo lo quiera, por el precio que yo quiera pagar, que es cero”, explicó el periodista Henry Grabar, autor del libro Paved Paradise (Paraíso pavimentado).
Que quede claro: avanzar hacia un reparto más equitativo del espacio público en función de las personas que lo usan tampoco es un lujo europeo. “Yo veo que en una ciudad como Buenos Aires hay un sistema de buses excelente, un sistema de metro que podría ser mejor pero que me pareció muy bueno, pero fuera de eso el carro tiene un montón de espacios. ¡Es impresionante! En Buenos Aires en todas las calles hay parqueo en vía, mientras en Bogotá sacamos los carros de la vía hace siglos…”, me dijo María Mercedes Jaramillo, secretaria de Planeación de Bogotá, cuando la entrevisté el año pasado en Teusaquillo.
Alentar ciertos usos y desalentar otros son políticas que deben funcionar en paralelo. “Si previo a la pandemia el sistema de transporte no se adecuaba exitosamente a la demanda, el escenario actual invita a repensarlo con mayor premura. Esta tarea implica comprender con el mayor detalle posible cómo se mueven las personas en el AMBA, haciendo uso intensivo de la tecnología disponible. Nuestros celulares y la SUBE son fuentes de datos valiosísimos que no se explotan en todo su potencial”, explicó Florencia Rodríguez Tourón, especialista en movilidad de la Fundación Metropolitana, haciéndose eco de un tema que Karina Niebla analizó esta semana en Cenital. “Requiere también jerarquizar los modos activos, hacer más eficiente el transporte público, fomentar las aplicaciones de movilidad compartida y evitar que el auto privado conquiste espacios que había perdido”.
Rodríguez Tourón cerró su columna diciendo que “no hay movilidad sustentable sin ciudad sustentable”. Para explicar lo que quiere decir con eso vamos a abordar un pequeño gran tema de cierre: los usos del suelo.
El suelo que pisamos
Sixto Cristiani, consultor de ONU-Habitat en temas de economía urbana, me responde por WhatsApp desde Colombia, donde está trabajando en una serie de proyectos de revitalización de barrios.
“Para empezar a hablar sobre movilidad hay que tomar de base que el transporte es una demanda derivada. Nadie se mueve de un lugar a otro por el simple hecho de hacerlo, salvo los paseos en autos clásicos y las bicicleteadas de fin de semana. Por eso, la política de movilidad sigue a las políticas del suelo, ya que antes de que los hogares decidan dónde vivir, esta elección es afectada por qué se puede hacer dónde”, explica Cristiani, que también trabajó como consultor en la CEPAL y el BID.
Las demandas de un subte, de ciclovías, de calzada o de veredas dependen del desarrollo demográfico y las densidades poblacionales de ciertos lugares, que son a su vez el resultado de décadas de normas de uso del suelo. Por eso, dice Cristiani, cuando planificamos el suelo hoy estamos afectando las posibles políticas de movilidad del futuro.
Una de sus obsesiones es el desarrollo orientado al transporte (TOD, por sus siglas en inglés), el cual aborda con un ejemplo muy gráfico: “Cuando uno analiza las estaciones de diferentes ramales de los trenes metropolitanos se encuentra con situaciones poco ideales, donde alrededor de las estaciones hay lotes baldíos, countries o canchas de golf. Esto es problemático por varios motivos pero, sobre todo, porque para que el sistema de transporte masivo sea económicamente eficiente se necesitan economías de escala, es decir, mucha gente usándolo. Eso se dificulta cuando más difícil es acceder a ese tren y barreras urbanas como estas empeoran la situación del sistema y tornan ineficiente una inversión multimillonaria del Estado”.
Por el contrario, el TOD alienta la construcción de viviendas y comercios cerca de los accesos al sistema de transporte masivo. “De esta forma, se utilizarían más los sistemas de transporte público y bajaría la demanda de automóviles, reduciendo las emisiones de dióxido de carbono, los accidentes, el ruido y, lo más importante, la congestión vehicular”.
Como beneficio adicional, pero nada menor, este tipo de políticas permitiría llevar la densidad poblacional hacia niveles más razonables y reducir la expansión de la mancha urbana (esa tendencia reciente de irse a vivir cada vez más lejos de las ciudades sin dejar de depender de ellas, lo que explica -por ejemplo- los embotellamientos cotidianos en Acceso Norte).
“Un ejemplo de buen TOD es la estación Acassuso del ramal Mitre en San Isidro, que tiene mucha densidad de edificios y comercios y está a 30 minutos en tren del centro. Un mal ejemplo de TOD lo encontramos a dos paradas en el mismo ramal, en Beccar, donde alrededor de la estación de uno de los mejores trenes del AMBA encontramos casas bajas con pileta y sin comercios o espacio público”, ejemplifica. ¿El motivo? La forma en la que están redactados los códigos y reglamentaciones del municipio.
Con otros niveles de densidad, claro, pero Hong Kong logró un modelo exitoso de desarrollo orientado al transporte por medio de la Mass Transit Rail (MTR), una corporación con mayoría estatal fundada en 1975 que se propuso construir estaciones de tren al tiempo que capturaba los beneficios del negocio inmobiliario circundante para financiar parte de los gastos operativos y de capital de las nuevas líneas.
Cuatro décadas más tarde, la MTR había generado 100 mil unidades de vivienda y más de 2 millones de metros cuadrados de espacio comercial, logrando que el 75% de la población y el 85% de los puestos de trabajo se ubiquen a menos de un kilómetro de distancia de las estaciones de transporte público.
Si bien Hong Kong es un caso único en muchos sentidos, nuestras ciudades pueden extraer varias lecciones valiosas de este tipo de experiencias que fomentan el desarrollo comercial y residencial cerca de los centros de transporte. Como dice uno de sus impulsores, las autoridades podrían celebrar acuerdos de reparto de beneficios con desarrolladores (algo diferente a simplemente rematar terrenos públicos a los actores privados) y conservar la propiedad parcial de los nuevos proyectos. También podrían pensarse esquemas de alquiler social en algunas de estas viviendas, para ayudar a determinadas familias a estar más cerca de sus empleos.
Como frutilla del postre, este tipo de enfoques según el cual el Estado motoriza y captura parte de un beneficio permitirían aliviar la presión financiera que supone la expansión del transporte masivo, ofreciendo incluso una posible solución al entuerto financiero del debate por la mejora del transporte ferroviario del área metropolitana. Más aún: los TOD podrían servir para mejorar el atractivo de ciudades intermedias, como San Pedro o Mercedes, donde hoy la falta de infraestructura penaliza a sus habitantes y los obliga a venir al centro en auto, generando aún más presión a la congestión vehicular.
Si pudieran acudir a sus empleos o centros de estudio en tren, estas ciudades se volverían más atractivas. Pero para eso el ferrocarril tiene que funcionar como un relojito y volverse un medio de transporte confiable.
Pasando en limpio. Las autoridades políticas de todas las jurisdicciones involucradas tienen que trabajar hacia un transporte público seguro y eficiente, incluso sacando guita de donde no hay (ya vimos lo que pasa cuando no se invierte en infraestructura) pero -insisto en esto- sin dejar de desalentar aquellos viajes en auto que podrían hacerse de otra manera. Y al mismo tiempo deben tener criterios estratégicos de uso del suelo, como las del desarrollo orientado a transporte. Las malas políticas que por acción u omisión consintieron el crecimiento desordenado de urbanizaciones cerradas, asentamientos informales y enclaves de vivienda social alejados de cualquier centro explican buena parte de tu mal humor de viernes por la mañana, cuando llevás una hora y media arriba de un Volkswagen Gol tocándole bocina al auto de adelante que no se mueve.